Instantáneas de Santiago

Niño skater en Santiago

Santiago es una ebullición de culturas latinoamericanas en la zona circundante a la estación central de colectivos. Por casi (o quizás por más) de un kilómetro suenan la cumbia y la salsa de parlantes con luces de colores, al palo en plena vereda, donde se amontona un muestrario de nuestro continente: venezolanos vendiendo tequeños, colombianos vendiendo arepas, haitianos, peruanos y centroamericanos varios vendiendo zapatillas, carteras, remeras y gafas de sol. El olor se eleva de mil planchas, freidoras y sartenes cocinando empanadas, maní confitado, cabritas, panchos, pollo frito, papas fritas y pizas, e inunda esas primeras calles de Santiago. Los ruidos se amontonan como chicos alrededor de una pelota y el calor nos corta el cuello mientras caminamos. Mil conversaciones flotan al ritmo de la música, vuelan palabras cargadas del lunfardo de nuestros vecinos, se estrellan, se mezclan. En ciudades como Santiago nacen los nuevos idiomas mestizos del mundo. Y es que en Santiago hasta las paredes hablan: “¡Fuera Piñera!”, gritan indignadas.



Dejamos las mochilas en un depósito y compramos pasajes a Melipilla, un pueblo entre Santiago y el mar donde nos esperaba esa misma noche Les, chilena amiga que conocimos viviendo en Dinamarca. Como tenemos varias horas hasta la noche, caminamos hasta el centro. A medida que nos acercamos cada vez son menos los puestos callejeros y más las paredes con pintadas y afiches que gritan exigiendo los avatares de la revolución, prueba de que ese fuego ardió hasta ayer nomas. “Pacos culiados”, “Piñera perkin”, “aborta un paco”, “más putas, menos pacos”, “presos a la calle, pacos a la tumba”, “pacos violadores”. En todo Santiago las paredes hablan fuerte y se las oye con los ojos.

Pintada en Santiago
Pintada en Santiago

En la Casa de la Moneda, donde hace no tanto el ejército asesino a un presidente electo en funciones, suena una banda militar. Todo el lugar esta vallado. Algunos turistas filman o sacan fotos y nosotros nos sentamos en un banco a descansar y aprovechando la sombra y el WiFi. Justo cuando vamos a seguir una mujer, joven, bajita, con unos rulos que le caen hasta los hombros, grita a voz en cuello: “¡en Chile se violan los derechos humanos!”; al mismo tiempo, parece que tomando impulso, un hombre desde la cuadra de enfrente: “¡pacos culiados!”.

La tensión es tangible. Seguimos recorriendo Santiago: veo a un grupo de hombres mayores jugando al ajedrez en una plaza y me imagino un mundial de hombres que juegan al ajedrez en plazas, probamos el mote con huesillo de un puestito en la calle, vamos al Mercado Central y me molesta encontrar el típico mercado acondicionado para el turista más que para el local. Santiago me parece una ciudad con dos caras: una multicultural —los puestos de comida callejera, los cantantes ambulantes, la variedad de acentos y colores de piel—; y una nacional que aún esta tensa, que se mantiene en vilo por si toca salir otra vez a la calle, a pelear por lo que a ellos les corresponde por derecho.

Celeste probando mote con huesillo en Santiago
Celeste probando mote con huesillo en Santiago
Pintada revolucionaria en Santiago
Pintada revolucionaria en Santiago

Más tarde el sol pintaba las nubes de violeta sobre las montañas mientras viajábamos a Melipilla, y el cansancio me ganó —o por ahí me dejé ganar— y me dormí.

….

Volvemos a Santiago, otra vez por una noche. En Melipilla nos recibieron tan bien que estiramos demasiado nuestra estadía y ahora nos corre el tiempo para llegar al norte. En Australia una serie de incendios se están devorando kilómetros y kilómetros de mundo: la columna de humo es tan grande que acá, en Santiago, tapa el horizonte y esconde a los Andes. Caminamos por la ciudad alejándonos del centro y las paredes se van quedando sin espacio libre de consignas. Dicen de todo, desde “renuncia Piñera” hasta “75% salitre 15% carbón 10% azufre”. Una aclaración acompaña a esta última, que veo repetida en varias ocasiones: es la receta de la pólvora.

Formula de la polvora en Santiago
Formula de la polvora en Santiago

—Yo me he cansado de marchar porque siento que no conseguimos nada, está todo igual —dice Marcos. Estamos en su casa en la otra punta de la ciudad, a casi una hora en metro desde el centro. Las birras corren frías pero quiero acordarme de lo que me dice y soy un bebedor de esos amnésicos —. Tres veces me volví caminando desde el centro. En esos días casi no dormíamos. Pero yo tenía que estar ahí. Hay tres líneas en la marcha: la primera son los que van a pelear con los pacos; la segunda son los que llevan agua, gazas, vinagre para el gas pimienta, etcétera. Su trabajo es asistir a la primera línea; la tercera es el grueso de la marcha. Yo iba casi siempre en la tercera y a veces en la segunda. Hubo veces en que tuve que correr porque la violencia era cuatica, daba miedo. Los de la primera línea son casi siempre los que no tienen nada que perder. Aunque me pica la curiosidad, le tomo la palabra.

Sin buscarla ni saber que la encontramos, llegamos a la plaza Baquedano: la nueva zona cero. En el centro de la plaza se alza un monumento al general homónimo. Cada centímetro cuadrado esta tapizado de consignas y signos. Un grupo de pibes y pibas toman birra sentados en las salientes del monumento y hacen vibrar el aire con un parlante. Cada auto de policía que pasa recibe sus consignas: “¡muerte al paco!”, gritan. En cuestión de segundos el aire se tensa. Hay un momento en el que todos sentimos que algo va a pasar. Todo el mundo se pone en pausa. Un guanaco, esos camiones blindados, concebidos únicamente para reprimir, que tiran chorros tremendos de agua, aparece por el otro lado del parque. Un grupito de veinte manifestantes enmascarados lo precede corriendo. Un grupo de turistas europeos que pasa cerca se queda petrificado. Los manifestantes doblan y corren alejándose del parque. El guanaco tira agua a diestra y siniestra, como si el que apunta el cañón fuese ciego. Celeste se asusta y corre para el otro lado y yo la sigo caminando, volteando a cada paso para poder ver eso que nunca había visto. Cuando la alcanzo le comento que los pacos, casi siempre, le apuntan al que corre: el que corre, según ellos, tiene algo que ocultar.

—El día del toque de queda yo estaba en el centro y no andaba el transporte. No hubo aviso previo —cuenta Marcos. La noche pasa la frontera de la madrugada pero no queremos irnos a dormir. Al otro día seguimos viaje. Lo que no escuchemos ahora, no lo vamos a escuchar despues —. De repente cortaron el transporte y avisaron que en una hora empezaba el toque de queda. Caminé esos diez kilómetros aterrado: si me veían los milicos me podían disparar a quemarropa. Llegue a mi casa y Fabián [su compañero de departamento] no había llegado. Todos me escribían para saber si él había llegado bien porque no contestaba su teléfono. Yo no sabía qué decirles y Fabián no atendía. Y en eso siento una explosión.

….

Marcos sintió la explosión y vio fuego en el último piso de un edificio vecino. A pesar del toque de queda salió a la noche y corrió a ayudar. Irrumpió en el edificio y dirigió la evacuación desde las escaleras, a pesar del cansancio que le pesaba en el cuerpo. Volvió más tarde a su casa, aun sin saber dónde estaba Fabián ni que decirle a sus amigos que le preguntaban por él. Pasó un buen rato antes de que un mensaje suyo lo arrancara de las pesadillas macabras que ya tejía su imaginación, y pudiera dormir.

Marcos y Fabián se criaron con lo justo en una de las poblaciones más pobres de Santiago. Eran pibes de barrio, los mejores estudiantes desde siempre. Sus notas les concedieron una educación gratuita en un país donde la mayoría de los jóvenes se endeuda varias décadas para estudiar. A pesar de ser jóvenes profesionales con un buen pasar, fueron a casi todas las manifestaciones. No peleaban por ellos, peleaban por Chile.

—Nosotros no nos olvidamos de dónde venimos, por eso no podemos no luchar —dijo Marcos.

Pintada anti govierno en Santiago
Mural en Santiago

….

De Santiago no me llevo más que un parpadeo apurado, apenas un suspiro. Los contrastes son grotescos en una ciudad con fronteras permeables y tangibles, como un alma que se rompe por ser más grande que el cuerpo que lo habita. Lo demás son fotos y paisajes.



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