Antofagasta es una ciudad con un aire a gastada, como si sus mejores años ya hubiesen pasado. Tiene casitas de colores y mucho olor a mar. Queda en pleno desierto, apretada entre la costa helada del Pacífico y una cadena montañosa baja, seca y marrón. En las puertas rotas del súper Líder (Wal-Mart en chileno) se pueden ver las señales de la revolución reciente, así como en casi cada metro de pared del centro. Parece imposible que la onda expansiva haya llegado desde Santiago hasta esta ciudad que se planta sola entre tanta nada desértica. Supongo que acá también, la revolución será federal, o no será.
Intrusos en el desierto
Llegamos tarde. Desde Santiago el paisaje fue urbano y agreste al principio y de pronto se volvió desierto. Debo haberme dormido, o por ahí pestañeé fuerte o me colgué leyendo. De un momento a otro, el paisaje cambio con la misma brusquedad que al cambiar de canal. Nadie nos dio la bienvenida, pero de pronto estábamos en el desierto.
Era casi noche pero caminamos. La distancia no pasaba de los tres kilómetros y tenemos costumbres arraigas tan profundo que ni las cuestionamos: por ejemplo, la de no tomar (casi) nunca un taxi. De la terminal a lo de Rolf pasamos por el mercado central, una colección de puestos de madera ordenados bajo techo. Es de esos espacios en los que siempre hace frío, incluso en la cúspide del día, incluso ahí, en pleno desierto. El día que nos fuimos pasamos de madrugada y vimos el ajetreo que precede las jornadas en este tipo de mercados: los hombres, tipos grandotes de manos nudosas y barrigas como toneles, descargaban frutas y verduras de camiones tapados de polvo y de camionetas que querían ser blancas; mujeres con delantales cuadriculados armaban los puestos, barrían los suelos y acomodaban los cajones. Sonaban varias cumbias en varias radios y las mujeres charlaban, y los hombres no.
Antofagasta no se quiere
Rolf administra unos departamentitos, más tirando a habitaciones, en un edificio de tres pisos. Los alquila todos (y son bastantes) a estudiantes —estamos a tres cuadras de la Universidad de Medicina de Antofagasta—, menos uno que se guarda para recibir familiares, o para alquilarlo a turistas. Todos los departamentitos compartimos una cocina que queda en el segundo piso. Hay tres heladeras, seis hornallas, una bacha y siempre comida que han dejado en alguna olla para comer más tarde. Nuestra habitación queda en el tercer piso, en una especie de terraza, y desde ahí, en una mesita vieja y húmeda, vemos la ladera de la montaña que apretá a Antofagasta contra el mar: está tapizada de casitas de colores.
Antofagasta parece una ciudad humilde, como si no se quisiera a si misma, no se da aires de nada: en las playas del centro abundan las casitas improvisadas con chapa, lona y madera húmeda, con piso de arena. Las construyen aprovechando las piedras enormes que componen el rompeolas artificial. Cada pocos metros hay un local de comida rápida, y barata, y casi todos ofrecen más o menos lo mismo: empanadas, completos y lomo a lo pobre, chorrillanas, salchipapas y papas fritas.
De camino a Antofagasta el colectivo paró quince minutos a cargar nafta en un pueblito perdido del desierto y fuimos rápido a comprar algo para almorzar. Salimos de la terminal a una calle larga que era la columna vertebral del pueblo. No hizo falta buscar mucho: en todo el mundo, los locales de comida rápida se ubican a metros de las terminales de colectivos. Fuimos al único abierto a esa hora de la siesta. El sol pegaba fuerte y el viento empujaba arena y tierra. Pedimos dos sándwiches sin carne. Le ponemos pollo caballero. No señora, sin carne por favor. O sea, vegetariano. ¿Sin carne ni pollo? Claro. Sin carne. No tenemos nada. Pero señora, por favor, haga cualquier sándwich, póngale las verduras y no le ponga la carne. Nunca hicimos algo así.
Lo hizo y tuvimos que ver como discutían entre las cocineras y la dueña para descifrar cuánto cobrarnos. Casi perdemos el colectivo en ese baile. Cuanto más lejos estamos de las ciudades, más jodido es ser vegetariano.
Los atardeceres de Antofagasta
Distintos fueron los atardeceres en Antofagasta. El primero nos agarró cansados. Caminamos hasta la playa, que quedaba cerquita. Ya era tarde y el sol empezaba a esconderse atrás de una pared de nubes que, de tan macizas, parecían una cadena montañosa erguida sobre el horizonte del Pacífico. Caminamos hasta un puerto viejo con grúas enormes, olvidadas en un baño de óxido y aprovechadas por unos pájaros grandes y negros que se reunieron ahí, supongo, a ver el sol caer. Por un rato el mundo se tiño de anaranjado y bandadas pobladas de estos pájaros decoraron el cielo, pero pronto el sol se escondió atrás de una cordillera de algodón y el naranja se volvió un violeta intenso que se difuminó al azul oscuro del cielo nocturno. La luna, la media luna de los enamorados, se dibujó brillante entre las nubes esporádicas y una estrella solitaria fue a hacerle compañía. Lo vimos sentados en una costanera cortita, apenas unos escalones de cemento que daban al agua tranquila de un puerto. A lo lejos un faro le hacía guiños anacrónicos a la oscuridad y yo pensaba en barcos y en piratas.
La ciudad no me inspiro mucho cariño. La sentí desalmada, reseca. Como si existiera solo por existir. El agua de los puertos bullía de basura y, peor, algunos días los leones marinos, bichos hermosos que nunca había visto, nadaban por ahí buscando comida y revolviendo las bolsas de plástico y los envoltorios de helados que flotaban indolentes, como perros abandonados en la ciudad. Cuando nos aburrimos de caminar Antofagasta nos volvimos al departamento.

Leía más tarde en la terraza cuando vi las montañas tapizadas de casitas de colores frente a mí teñirse de atardecer. Celeste no quiso ir así que me apure hasta un cachito de costa donde me quede lo que duraron tres temas del Cuarteto de Nos, con el arrullo de un mar naranja de fondo. El olor salado del mar me genero tal amor que sentí que estaba engañando a las montañas, que son el hogar de mi corazón inquieto. Una nube tapó lo que quedaba de sol y me volví. Antofagasta pasó por nuestra vida sin dejar más rastro que dos atardeceres, y la prueba de que el Chile que quiere nacer es un Chile federal. Al otro día llegamos a San Pedro.
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