Jerson, o el final de los caminos

“Poco más de un siglo y doce mil kilómetros me separaban de la historia de mi familia”, pensaba a medida que el tren se acercaba a Jerson cortando la noche ucraniana al medio. Sabía de Jerson que era una ciudad con puerto y sabía que de ese puerto, hacía poco más de un siglo, habían partido todas las raíces de mi familia. En mi cabeza, la ciudad era una colección de samovares como el de mi abuela, era un claustro de rubiecitos flacos y de ojos verdes como yo, era una posibilidad de encontrar un lugar donde, por una vez, pudiera dejar de ser el otro. Llevaba veinte años llegando a esa cita incierta con mi origen sin saber a quién me iba a encontrar sentado al otro lado de la mesa.

Viajeros del tiempo

Siguiendo pasos memorizados esa mañana, nos encontramos con Ana, semblante serio, pelo corto y ojos grandes, marrones y ausentes, en una parada de colectivos y desde ahí caminamos hasta su casa. “¿A qué vinieron a Jerson?”, nos preguntó casi a quemarropa. Cuando un local me pregunta eso, es para mí una señal de que he logrado caerme del mapa. Le conté lo poco que sabía sobre mi origen: que todas las ramas de mi familia provenían de Jerson y que eran familias judías que se escapaban de las persecuciones del Zar Nicolás, ese que pocos años después fue destronado y ajusticiado junto a toda su familia por los bolcheviques.

La mama nos abrazó como si fuéramos unos hijos que se le habían perdido. Tenía la cara y todo el cuerpo, chiquito y encorvado, lleno de unas verrugas del tamaño de una uva. Andaba por la casa limpiando, cocinando y hablando sin parar. Mientras nos instalábamos nos trajo un álbum de fotos viejas, nos interrogo sobre algunos países que habíamos visitado y me mostro un libro ruso llamado Ariel (por su protagonista) y me preguntó si yo también podía volar. “No estaría mal”, le conteste.

Con nosotros hablaba en inglés pero con Ana en ruso. Este hecho no era menor: aunque la gran mayoría entienda ruso, sólo los pro-Rusia lo siguen utilizando como idioma principal, en tanto que los nacionalistas en general lo toman como ofensa. Esto, sumado a la decoración de la casa y a la forma en que le brillaban los ojos cuando evocaba algún momento del pasado, me llevó a la conclusión de que estábamos ante una matriarca de la era soviética. No era tan difícil de dilucidar por qué, sabiendo que trabajando en tres escuelas y cargando cuarenta años de experiencia en la joroba ganaba menos de trecientos dólares por mes. Pero por las dudas le pregunté:

—Se vivía diferente —me dijo —. Ahora la gente piensa más en sí misma. Yo, yo, yo. Es más importante tener cosas. Esto es mío, no tuyo. Antes todo era de todos. La gente era mucho más amable y amigable. Lo mío es tuyo, y para los tuyos. Si alguien tenía comida primero la compartía. Hoy es todo yo, yo, yo.

—¿Y a la hora de viajar? —le pregunte, pensando en las fotos que nos había mostrado la noche anterior.

—Ahora es más fácil. Antes se necesitaban permisos y era difícil conseguirlos. Ahora viajo cuando quiero.

Celeste cocinando en Jerson
Celeste cocinando en Jerson

Le sonreí, pero me quede pensando en la ironía: antes le alcanzaba pero no le daban permiso, ahora le dan permiso pero no le alcanza. Es la historia de la gran mayoría de la clase trabajadora que perdió derechos al ganar libertad, que de repente se ven encerrados en jaulas invisibles y sutiles y por tanto mucho más cómodas. Pensaba en Orwell y en la razón que tenía al decir que los cerdos terminan por parecerse a los humanos, cuando la voz enérgica de la señora me devolvió a ese rinconcito de Jerson:

—Mañana, si ves un edificio viejo de dos pisos o menos en las calles de la ciudad, es probable que tus antepasados también los hayan visto.

Esa primera noche, después de cenar con Anastasia y su madre, escribí en mi cuaderno:

Escribo sentado en una máquina del tiempo. Afuera, en algún lugar de la ciudad puede que sea el año 2019 pero acá adentro el tiempo se detuvo en algún momento de los años setenta, en plena era soviética. Las alfombras desprenden un olor a humedad que me hace cosquillas en la nariz. Las paredes cansan la vista: cada espacio vacío está ocupado por algún cuadrito, foto, adorno floral, espejo o suvenir. El armario de puertas vidriadas frente al sillón cama donde vamos a dormir parece a punto de derrumbarse bajo su propio peso: cada estante rebalsa de libros de páginas amarillentas y tapas descoloridas. Agarre algunos de pura curiosidad y no encontré más que cirílico. Es una orgia de la sobrecarga sensorial. No se salvan ni los sillones ni el escritorio ya que toda superficie libre es ocupada por más adornos, lámparas, libros, libretas, floreros, manteles, almohadones y portarretratos. Una diminuta radio circular del tamaño de un tomate lleva agiornada a la pared del living unos cuarenta años. No tiene botón de encendido y apagado ni es posible cambiar la estación. El único dial controla solamente el volumen. Por ahí, en un tiempo no tan lejano, hacían los anuncios gubernamentales. Es fácil imaginar a la familia reunida en esta sala, escuchando en un silencio ritual la voz monótona de alguna camarada de Kiev o de Moscú, relatando las últimas victorias y conquistas del partido.

Jerson, o la maqueta de un esqueleto

Jerson es una ciudad que supo ser importante en épocas de soviets y de distribución de la producción. Ya cuando cayó el muro de Berlín empezaron a cerrar las fábricas textiles que daban sentido (y trabajo) a la ciudad. Imagino que pasó lo mismo en cantidad de centros industriales de la URSS al verse de pronto compitiendo con fábricas extranjeras que llevaban décadas refinando el arte de exprimir trabajadores y producir barato. En muchos casos las ciudades pequeñas como Jerson fueron cayendo en una espiral de abandono: mucha gente se fue en busca de nuevas oportunidades, hubo menos comercio, cerraron otras ramas de la industria y del consumo, más gente se fue, más se frenó la economía, más lugares abandonados y proyectos dejados a medio camino, más gente se fue, y así.

Hoy Jerson es el esqueleto carcomido y vacío de lo que fue, una ciudad en proceso de descomposición, una maqueta de edificios abandonados: fábricas con los vidrios rotos y los carteles a medio caer, parques de atracciones con los juegos oxidados y tapados de polvo y mecidos por el viento, casas a medio comer por la maleza descuidada, negocios vaciados y grafiteados, lagos artificiales secos con olor a podredumbre y hoteles de terror de estilo duro soviético. Caminamos siguiendo a Ana por las calles entreveradas de la ciudad repitiendo la formula constante de “eso era [tal cosa] pero ahora está abandonado”.

Parque abandonado en Jerson
Parque de diversiones abandonado en Jerson

Así y todo, una sensación de pertenencia me invadía cuando caminaba por Jerson. Era como sentir que una parte de mí se encontraba arraigada a ese cacho de tierra, como si su gente, tan parecida a mí, me aceptara como uno más. Hasta los olores, a papa hervida con cebolla de los puestos de comida, me transportaban a cuanta noche pase cenando en la casa de mi abuela. Miraba los edificios y me preguntaba en cada esquina si algún tátara-abuelo no habría caminado por ahí, o trabajado por allá, o paseado con sus hijos en este parque o discutido por algo en aquel otro.

En algunas plazas ondeaba la bandera azul y amarilla sobre los retratos de militares caídos en la guerra contra la Rusia invasora. Eran todos jóvenes que miraban a la cámara con seriedad, con fondos boscosos y uniforme militar camuflado igual al de los que nos habían detenido unos días antes en el aeropuerto. Casi ninguno de los caídos lucía una medalla en su pecho, signo claro de una guerra injusta (si es que alguna vez una guerra no lo fue): que los generales se condecoran solos y siempre pelean desde sus sillones. Anastasia los confundía con los héroes de Maidan y yo no estaba seguro de si se equivocaba por no querer aceptar que su amada Rusia los estaba invadiendo, o si por la misma razón nos mentía.



Olores y lapidas

Era domingo, día de mercado. Hasta unas cuadras antes flotaba en el aire ese silencio perezoso de los pueblos y un olor a pan recién horneado capaz de derretirte el corazón. A metros de entrar escuche a un señor silbando y juro que un pajarito le llevaba el ritmo, o quizá haya sido al revés.

En el mercado central los sentidos se me despelotaban: el olor de las papas, los tomates y los pepinos se cruzaba con el del café y en algún punto, perdido en la sombra sobre una mesa de madera, un olor a libro viejo, a cuero y hojas amarillas me hizo sonreír. Cien conversaciones sonaban a la vez: un coro de berrinches, que es como suena el ucraniano. Más allá, techados, los puestos de carnicería apestaban al olor acido de la carne cruda. Camine entre ganchos y azulejos, frascos de miel amarilla y panales, montañas de especias que me hacían cosquillas en la nariz, delantales azules y gorritos rojos, para terminar comiendo un cheburek empapado de aceite que me quemaba los dedos.

Vagones de carga abandonados en Jerson
Vagones de carga abandonados en Jerson

El ultimo día salimos solos a caminar e hice mi intento final por conectar con la ciudad, por encontrar unas raíces a las que asirme en este deambular sin fin por los rincones del mundo. Lo sentía como mi última oportunidad en ese viaje que hacia tanto tiempo había emprendido, sentía también que se lo debía a mi familia, que siempre había sentido una nostalgia subjetiva por los orígenes de los que estuvieron antes que nosotros.

La entrada al cementerio estaba cerrada y no había oreja a la que suplicar. Quedaba cerca de una avenida por lo que me resultaba chocante en contraste con la vida agitada del tráfico. Le pedí a Celeste que esperara y di un rodeo. Me metí por un callejón y me asome a una tapia siguiendo una imagen mental del mapa: ahí estaba el cementerio. Mire en todas direcciones y no vi a nadie, ni adentro ni a mi alrededor. Me trepe y pase al otro lado. El pasto estaba descuidado y la maleza crecía espinosa y me arañaba las pantorrillas mientras iba de tumba en tumba. Buscaba una señal, una estrella de David, mi apellido escrito cirílico, algo. Algo que me conecte con alguien. Algo que justifique esa sensación de pertenencia que esas calles abandonadas me generaban. Vi algunas cruces y muchas hoces cruzadas por martillos, pero ninguna señal de una tumba judía. Camine un rato más intentando no perder la esperanza, después de todo no me imaginaba volviendo pronto a Jerson. Pero fue en vano.

Cualquier resabio de existencia que mi familia haya dejado en Jerson, no sobrevivió a los 70 años de comunismo y 30 de capitalismo que se sucedieron desde su partida. A veces las conexiones que hacemos en nuestra cabeza con determinados puntos en el mapa no son más que eso, conexiones imaginarias. Algo de la esencia quedó atrapada en mi familia, en nuestras tradiciones, nuestra comida, nuestra genética. Pero no es una pertenencia que se viva en lo geográfico. No quedo nada de nosotros en Jerson, pero quedo mucho de Jerson en nosotros. Deje Jerson con el regusto amargo de quien llega a una cima, solamente para enterarse de que todavía le falta mucho camino por andar.



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