Ajeno a las comodidades de una cama y un techo, rumbeamos el tercer día de ruta en Sicilia ocupando cada hora con actividad. Fue un ritmo casi frenético. La idea era no parar y sin pensarlo mucho cortamos la isla de punta a punta en un tirón. Empecé y termine el día repitiéndome: escribiendo en mi cuaderno, viendo al sol moverse y acostado adentro del auto, con una profunda sensación de paz: la paz del que sabe que ésta donde tiene que estar. Lo que sigue son las entradas de mi cuaderno, escritas mientras todo sucedía.
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Andando la ruta en Sicilia (Día 3): Cefalu y Agrigento
La primera noche durmiendo en el auto fue interesante, y hasta cierto punto entretenida. Cada uno tenía una preocupación distinta y puntual: la mía era que nos choque un distraído, la de Celeste que nos vengan a echar. A ella la vi mucho más incómoda que en mucho tiempo, y no por el tamaño del auto, sino porque se encontraba extrañamente afuera de su zona de confort. A mí además me molestaba el calor. Y menos mal que nos avivamos de comprar repelente, porque si no eso hubiese sido un suplicio.
Al día siguiente arrancamos temprano y fuimos a cafetear y evacuar necesidades en Cefalu. Nos quedaba un pendiente antes de agarrar viaje al sur de la isla: Subir a La Rocca.
A las 8:30 estábamos en la entrada, solos, cuando empezó lentamente a llegar gente, y luego el guarda. Para ascender a ésta formación rocosa que se yergue sobre la ciudad hay que seguir un sendero ascendente hasta los restos de un castillo en la cima. Por llegar temprano fuimos los primeros en entrar al sendero, lo que nos dio la oportunidad de ascender casi en solitario y disfrutar, durante la hora y media de caminata, de vistas libres de turistas.
El sendero asciende en zigzag por la ladera de La Rocca. El primer tramo es de escalones, hasta una antigua muralla y los restos de alguna fortificación romana, y el segundo – el más largo – es de tierra. Al caminar por la cara oeste evitamos el potente sol de verano hasta llegar al castillo.

Cabras y una corona de piedra
Del castillo quedaba la muralla exterior, que circundaba la cima como una corona de piedra en la cabeza de un gigante, y los restos de lo que en otro tiempo podría haber sido un puesto de guardia o una habitación. La diferencia me era indiferente.
La vista desde arriba quitaba el aliento independientemente de la dirección en que se posara. La costa siciliana es en su entereza poseedora de una belleza profunda. Las colinas son suaves ondulaciones que terminan en el mar, como si toda la isla estuviese conectada por las líneas del paisaje.
Di la vuelta a la muralla y, en la cara sur, me topé con un grupito (¿rebaño?) de cabras. Los machos se diferenciaban por sus cuernos. Procurando no molestarlos trepé en los restos de la edificación que eran adyacentes a esa cara de la muralla, y desde cierta altura pase un buen rato fotografiando a las cabras que caminaban por la muralla, con las colinas sicilianas y la costa en el fondo.

El descenso fue rápido y fácil. El sendero ya estaba inundado de estadounidenses y alemanes para entonces. Paseamos un rato por un mirador sobre la ladera norte y luego terminamos el descenso. El día ya pintaba para largo.
Caminamos por la ciudad en busca de un bebedero en el que rellenar nuestra botella de camino al auto. Encontramos una en una plaza donde unos pibes preparaban unas pistolas de agua como si se dispusieran a invadir Francia.
Al costado de la ruta en Sicilia
Arrancamos sin demora rumbo al sur. Luego de un plácido tramo de autopista, bajamos a una sinuosa ruta que discurría entre sucesivos montes. Ésta ruta era menos transitada pero pasaba por algunos pueblos de calles estrechas. En Caccano casi nos ponemos una pared y nos dejamos medio auto atrás. El pueblo era precioso: tenía un aire medieval, con sus callecitas empedradas y calles viejas, y el impresionante castillo en la colina recortando su conservada figura contra un cielo carente de nubes.
Paramos un rato a sacar fotos (y a que a Celeste se le pase el susto de casi chocar). Conseguí una linda captura trepado a un pallet apoyado en el enrejado de un campito y continuamos viaje.

Íbamos al sur, pero teníamos definido un destino intermedio al que llegamos unos minutos más tarde nada más: Lercara Friddi, donde por unas cuadras se extiende la Vía Cimo, la calle donde se origina la familia de Celeste. El pueblito en sí era bastante sin más. Me recordó al Basabilbaso de mis abuelos. La gente no paró en ningún momento de mirarnos como si fuésemos extraterrestres, acallando sus conversaciones cuando pasábamos cerca. ¿Qué sentiré cuando llegue al pueblito de Ucrania donde se origina mi familia?
El camino nos siguió llevando al sur hasta la costa. En lugar de apuntar a Agrigento, la ciudad a la que íbamos, elegimos al azar una playa en el mapa y allá fuimos. La costa de Madalusa es una playa de arena gruesa y cómoda, cuya línea de agua sigue un patrón convexo, como de ondas. Unas grandes barreras de piedras frenan la marea generando piletas de agua salada que acarician la costa.
De cara al mar cristalino se alza un acantilado desde donde más tarde las piletas se pintaron de los colores del atardecer mientras la gran bola de fuego se escondía detrás de Porto Empedocle.
El Villa Cariño siciliano
Fue la forma perfecta de terminar un día tan largo que sentimos que habían sido tres. A medida que la noche le ganaba al día dimos muchas vueltas antes de encontrar un lugar donde pasar la noche con el auto. Estacionamos en una punta de costa que daba a un canal por un lado, al mar por el frente y conectaba con la playa por el otro lado.

El lugar resulto ser el “Villa Cariño” de la zona, con docenas de autos llegando toda la noche (pocos se quedaban más de media hora). Por mi parte, después de cenar unos sándwiches, sucumbí al sueño pesado de un alma cansada y satisfecha. ¿Cuándo hacía que no veía al sol salir y guardarse en el mismo día? Años quizás. La comodidad es un precio módico para la felicidad que se puede extraer de un viaje como éste.
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¡Qué tengan buenas rutas!
Una respuesta en “Sicilia para armar (parte 2)”
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