La euforia casi infantil de una bajada pronunciada en bicicleta me invadía. Sentía que volaba, que era imposiblemente libre por un minuto. El viento me gritaba en la cara, la música resonaba en mi cabeza, la sonrisa no escapaba de mi rostro. El frío otoñal de Copenhague me llenaba de una vitalidad inconcebible. Todo duraba un minuto, un poco más si el semáforo me permitía continuar sin detenerme desde Brønshøj hasta Nørrebro. Era una pizca de la magia. Era la euforia de vivir en Copenhague. Así era la vida rutinaria, y a veces no tanto, en la capital de Dinamarca.

Volver, pero no a casa
Creo que pasó mientras cocinaba, una de esas primeras noches en la residencia donde alquilamos un cuarto, en el barrio de Brønshøj, uno de los puntos más altos de Copenhague. De repente me di cuenta que casi 2 años de movimiento habían al fin concluido, que habíamos frenado y que habíamos llegado para quedarnos.
Si acabas de llegar a Copenhague no dejes de leer ésto
La vida hogareña nos resultó extraña al principio, como si de unos zapatos nuevos se tratara, sentíamos que no encajaba del todo con nosotros. De a poco empezamos a reencontrarnos con los placeres cotidianos de una vida rutinaria.
Las caras de nuestros vecinos se volvieron familiares, las calles del barrio conocidas. El mercado que se armaba los domingos en la plaza, los sábados voluntariando en Foodsharing, las amistades que de a poco empezamos a formar y los asados, que por supuesto no se hicieron esperar.
Volvíamos, sí, pero no a nuestra casa. Estábamos, pero aún no del todo. Durante esas primeras semanas, una parte de nuestro ser no dejo de preguntarnos con insistencia ¿Y ahora? ¿A dónde vamos?
Vivir en Copenhague: Una bici que me lleve a todos lados
La bicicleta rápidamente se convirtió en una extensión de nuestros cuerpos. Es lo más hermoso de vivir en Copenhague. No sólo por las ventajas ambientales, no solo por la disminución del tráfico, sino porque la bici es parte del folclore de la ciudad, es parte de su paisaje cotidiano. La bicicleta es la puerta de acceso a la cultura de la capital danesa.
El placer de ir a trabajar, a visitar amigos, a pasear al parque, al supermercado, a la biblioteca, y a pasear un poco más en bicicleta, la energía que deriva de hacer del ejercicio una cuestión tan cotidiana, es difícil de describir.

La bici era el factor común. Éramos 8 ese día que decidimos pedalear hasta el bosque de Farum, a unos 18 kilómetros del centro de Copenhague. Las nubes grises cubrían esporádicamente el cielo y el viento constante completaba el cuadro cotidiano del clima en la capital.
Avanzamos por los impecables caminos daneses para bicicletas entre chistes, charlas y alguna que otra parada para sacar fotos o tomar agua. El día se perfilaba para memorable, tanto así que nadie noto que el cielo se ponía cada vez más negro.
Tardamos varias horas en llegar al bosque, y casi una más, ya rozando el sol del atardecer que se ocultaría detrás del cielo encapotado, en encontrar una oportuna glorieta enorme con un asador en el medio.
Mientras uno de los chicos iba en su bicicleta a comprar comida y cerveza, el resto empezamos a juntar leña del bosque para prender el fuego. La tarea paso de difícil a prácticamente imposible cuando, unos minutos después, empezó paulatinamente a llover, primero despacio, y después en chaparrón.
Como veíamos que la cosa no mejoraba, y por miedo a quedar varados en medio del bosque, decidimos aprovechar las ultimas luces que aún iluminaban el sendero – que por otra parte ya era un auténtico lodazal – para volver.
La tormenta, lejos de amainar, empeoro. La noche se nos vino encima mientras avanzábamos como podíamos por el barro, entre árboles que de pronto parecían encerrarnos, bordeando peligrosamente un lago que resonaba con el chapoteo de los baldazos de agua que caían desde el cielo.
El peso agregado de la comida y la ridícula cantidad de cerveza que traía nuestro amigo (72 botellas de 250 cl.), a quien cruzamos a mitad de camino de vuelta, complicaban todo.
Finalmente, después de casi una hora y media, pudimos salir del bosque y llegar a la estación de trenes, completamente embarrados y con algún que otro moretón por las caídas, pero llenos de esa euforia y esa adrenalina que nos invade siempre que acabamos de terminar una pequeña aventura.
Las bicis, por suerte, no nos dejaron a pata.

Trabajar para vivir
A pesar de mi pasión por trabajar en hospitalidad (en bares y restaurantes), la necesidad me empujo a anotarme en una agencia de trabajo en depósitos. Así fue como empezó la mitad de mi experiencia laboral danesa, trabajando en el depósito de una compañía multinacional con fuertes raíces locales, ubicada en las afueras de la ciudad.
El frío cortaba como un cuchillo y mi espíritu extraña la bicicleta cada mañana en la que tenía que tomarme el tren durante 45 minutos para ir a trabajar. Las mañanas seguían una rutina cómodamente repetitiva.
Durante los 5 meses siguientes pase 40 horas a la semana descargando cajas. Antes de entrar al depósito, dedicaba un minuto a observar los contenedores que los camiones habían dejado a la madrugada para ser descargados durante la mañana.
El resto del día se sucedía en una monótona sucesión de descargar cajas, charlar con mis compañeros, escuchar la Renga, la Vela y los Redondos al mango y tomar mucho café. Vivir en Copenhague se volvió sin darme cuenta en un ciclo repetitivo.
A pesar de lo mucho que disfruto del trabajo físico, el lector se podrá imaginar que no tardé en cansarme, o más concretamente en aburrirme.
Lee la guía completa para trabajar en Dinamarca
Pero me retuvo allí el compromiso que asumí de trabajar durante toda la temporada (que terminaba a finales de diciembre), y la familiaridad cultural danesa que se respiraba en la empresa (de 60 empleados sólo 5 éramos extranjeros, y sólo dos argentinos).
El momento que más esperábamos en el trabajo era siempre el medio día. En ese descanso de media hora la empresa ofrecía un bufet digno de un pequeño hotel con comida tradicional danesa a un precio ínfimo. Al finalizar el almuerzo nos horrorizamos las primeras veces que vimos cómo se tiraban a la basura kilos y kilos de comida que sobraba.
Cuando le pregunte a un compañero por qué no se la regalaban a alguien que la necesitase, su respuesta me dejo perplejo: ¿A quién? Me contesto. Claro, en Copenhague la asistencia social funciona tan bien que la mayoría de los comedores públicos no tienen siquiera espacio para más comida (dato que confirmaría a través de mi labor en Foodsharing).
Por supuesto, junto a mi compañero (y hoy amigo) argentino, empecé a llevarme siempre la mayor cantidad de “sobras” que podía, mitad para evitar que se desperdicie, mitad para aprovechar la comida gratis (que el espíritu mochilero no me abandone nunca).
La comida no se tira, se regala
(Fragmento del artículo Foodsharing Copenhague: ¿Por qué (es tan importante) regalar comida?)
Cuando llegamos a Copenhague, todavía desempleados y con los bolsillos aun doloridos por el pago del primer alquiler más el deposito por el departamento, nos topamos a través de comentarios en Facebook con un evento al que decidimos ir. No entendíamos muy bien cómo funcionaba, pero la premisa nos interesó: “Regalan comida”. Así nomás, sin siquiera un “a cambio de”.
Fuimos, y lo que vi me influyo de tal manera que enseguida empecé a trabajar en la organización y en el lapso del año que pasamos en la ciudad me involucre tanto en la misma que pude ser testigo tanto de su funcionamiento como sus bases ideológicas.
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Foodsharing se convirtió en una parte fundamental de mi vida en Copenhague. Durante toda la semana esperaba ansioso la mañana del sábado, cuando agarraba la bici y me iba lleno de energía a organizar los eventos en los que rescatábamos comida para regalársela hasta a 250 personas en un solo día.

Después de varias horas descargando y organizando la comida junto al equipo de voluntarios que lideraba en ese helado día de diciembre, el frío y el viento no eran más que un refresco descanso del calor casi sofocante del interior de Bioteket, el lugar donde entregábamos la comida al público en invierno.
Mi parte preferida era siempre hablar con la gente. Tome la costumbre de saludarlos bien fuerte, de sacarlos de ese ensimismamiento que se apodera de la gente en invierno, que los empuja a terminar sus quehaceres lo más rápido posible para volver igual de rápido a la comodidad del hogar.
Mi enérgico saludo, en el mejor de los casos, les arrancaba una sonrisa. A continuación mi trabajo consistía en convencerlos de que se lleven la comida, hablándoles sobre sus propiedades, sobre lo que podrían cocinar o simplemente instándolos a que la lleven y la compartan con sus amigos y vecinos.
Voluntariar en Foodsharing se convirtió en una parte esencial de mi vida danesa. Era el momento de la semana en el que nutria mi alma y liberaba estrés en forma de hacer una diferencia, si bien pequeña, en el mundo.
Porque si bien los grandes cambios se sienten más, los pequeños son igualmente (y a veces aún más) necesarios.
Me resulto imposible condensar todo un año de vivencias en un solo articulo sin que el mismo se vuelva tan largo como tedioso. La segunda parte de nuestra estadía en Copenhague, donde conseguí otro trabajo y viví a otro ritmo completamente distinto, tendrá que esperar hasta el siguiente artículo.

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¡Qué tengan buenas rutas!
2 respuestas en “Vivir en Copenhague (parte 1)”
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