El calor del sol apretaba con fuerza a medida que se acercaba el mediodía en el Valle Rosa de Capadocia. Lo sentíamos en la nuca, nos cegaba cuando las vueltas del irregular camino nos lo ponía al frente. El viento nos aliviaba mientras avanzábamos y empujaba hacia nosotros un olor a tierra y a pasto, un aire fresco y puro, que nos empujaba a seguir.
Cuando encontramos un punto más alto nos detuvimos. La extensión semidesértica de la región de Capadocia es una meseta de tierra marrón clara resquebrajada interrumpida por grandes parches de verde vegetación, por pueblos diminutos y pintorescos, y por las gigantescas – y surreales – formaciones rocosas que hacen de éste lugar, uno de los paisajes más fascinantes del mundo.
Un pueblo turco y la hospitalidad
Llegamos al pueblo de Avanos a la mañana de un caluroso día de finales de primavera. Nuestro anfitrión de Couchsurfing aún estaba trabajando por lo que después de dejar las mochilas en una cafetería que él nos indicó, nos fuimos a pasear.
El pueblo podría ser recorrido en un par de horas como mucho. A pesar de encontrarnos en una de las regiones más turísticas de Asia, no lo sentíamos estando allí.
La vida transcurría como en cualquier pueblo. A saber: la gente sentada en la vereda – los más tomando té – que saluda a todo el mundo y entabla conversación con la mayoría; los negocios con las puertas abiertas y con sus dueños charlando en la entrada – también tomando té –; los niños corriendo en la plaza junto al río sin la necesidad de la supervisión de un adulto; pocos autos, poco ruido, poca prisa.
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Caminamos sin rumbo por las pintorescas callecitas de Avanos entre paredes de adobe bajo el potente sol del mediodía. Nuestros pies, guiados por la curiosidad, nos llevaron hasta el río, donde una briza fresca alivianaba el agobiante calor.
Los locales, si se fijaban en nosotros, lo hacían por simple curiosidad. Y es que si bien la región de Capadocia está llena de pueblos parecidos a éste, la gran mayoría de los turistas se alojan en Goreme, donde se encuentran la mayoría de los hostel y las guesthouse.
Heval nos encontró esa tarde tomando un té en la cueva en la que se ubicaba la cafetería que nos había indicado más temprano. En la región de Capadocia las cuevas (algunas excavadas, otras naturales) ubicadas en las gigantescas formaciones rocosas que abundan en la región son mayormente utilizadas como casas o hasta como comercios u hoteles.
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– Pronto me voy a tener que ir de Turquía; nos diría Heval con una marcada resignación al día siguiente, mientras charlábamos sentados en el patio de su departamento. Llevábamos poco más de un mes en el país y la realidad que atravesaba el mismo nos dolía cada vez más a medida que íbamos escuchando las historias, y conociendo a personas tan extraordinarias como los paisajes y las ciudades de su tierra.
El gobierno de Erdogan, haciendo uso de un absolutismo cada vez más palpable, está en esa etapa previa a las grandes catástrofes en la que todos presienten lo que va a pasar pero nadie hace nada para evitarlo. Un estado cada vez más dominado por el fanatismo religioso musulmán, siguiendo el camino que una vez tomo Irán (que hace apenas 50 años era un país secular), va paulatinamente cerrando sus fauces sobre las libertades que los turcos están acostumbrados a disfrutar.
¿El “error” de Heval? Votar en contra de la bajada de línea del gobierno en la universidad donde dicta un curso de arqueología.
Ajeno a la bronca y la frustración que debía sentir, nos recibió con los brazos abiertos. La hospitalidad turca no difiere de la rusa, la china, la japonesa o la hindú. La mayoría de los pueblos del mundo, sobre todo los del mal llamado “tercer mundo”, aún recuerda la sagrada hospitalidad hacia los viajeros, hacia los caminantes.
¿Por qué? Tal vez sea un sentimiento de identificación con el nomadismo, con el andar en busca de algo. A menudo digo que la gran mayoría de los seres humanos somos hijos de inmigrantes (hijos, nietos o bisnietos), somos el resultado de incansables movimientos, escapes, búsquedas, viajes.
El Valle Rosa de Capadocia
El colectivo nos dejó en la entrada del pueblo de Çavuşin. Nuestro plan era llegar a Goreme pasando por el Valle Rosa. Siguiendo las indicaciones de las únicas personas que encontramos en las cercanías arrancamos a caminar por las estrechas calles del pueblo.
En donde, según el mapa, se ubicaba la Iglesia de San Bautista, yo no veía más que una gigantesca pared de piedra azotada por el sol, llena de cuevas, pasadizos y recovecos.
– ¡Ésa es! Nos confirmó el hombre que atendía uno de los pocos puestitos de artesanías que se habían ubicado en las proximidades, con la esperanza (imagino) de aprovechar el flujo de turistas.

Ahora, enfilando hacia el sur, andábamos sobre un camino de tierra que se levantaba y se revolvía con las ráfagas de viento. En poco tiempo nos alejamos completamente del pueblo y nos encontramos dentro de unos de los paisajes más extraños que habíamos visto.
La esporádica vegetación y la tierra seca y arenosa hace pensar en un desierto, pero en los desiertos de mi imaginación nunca hay montañas, árboles o piedras gigantes con cuevas, escaleras y ventanas.

Con el implacable sol acercándose a su zenit nos movíamos a paso lento pero constante. Pronto nos vimos prácticamente desprovistos de sombra, un bien casi tan preciado como el agua en cualquier desierto.
El camino se fusionaba con el entorno y se disolvía por momentos, sólo para reaparecer unos cientos de metros más adelante. Manteníamos la dirección siguiendo el mapa, porque gente no veíamos. En sólo unas horas de caminata habíamos llegado al Valle Rosa de Capadocia. Nos encontrábamos en él.
Encontramos con la vista un camino que se adentraba en el valle y ascendía, si bien ligeramente, ofreciendo una vista panorámica de la zona. La luz del sol iluminaba las ondulantes líneas rosadas que caracterizan al valle y el viento, que soplaba con más fuerza cuanto más subíamos, era un alivio placentero y el único sonido a nuestro alrededor.

Desde el valle el camino hasta Goreme se hizo corto, pero la sed apretaba y cuando ya veíamos lo cerca que estábamos del pueblo apuramos toda el agua que nos quedaba.
El calor nos oprimía cada vez más y decidimos poner a prueba la hospitalidad turca una vez más. Esta vez en la ruta. Para nuestro regocijo, a los minutos de levantar el pulgar ya nos encontrábamos en camino, pero no de vuelta a casa.
El punto más alto de toda la región de Capadocia no es una montaña ni un rascacielos. En esta tierra donde la surrealidad es la norma, el Castillo de Uçhisar es la estructura natural más extraña que hemos encontrado.
Una gigantesca – monumental – formación rocosa ubicada en una profunda elevación del terreno, acribillada a balazos gigantes, llena de cuevas, ventanas, balcones, túneles, escaleras y palomeras; el castillo más feo del mundo ni siquiera se parece a un castillo, pero a los que se aguanten la subida hasta arriba los espera una vista sencillamente extraordinaria.

Nota al margen: todos los pueblos y aldeas de la región de Capadocia están conectados por colectivos locales baratos (aunque la frecuencia no es muy buena). Nosotros decidimos hacer dedo más para interactuar con la gente del lugar que para ahorrarnos unas liras.
Lo que hacíamos siempre era ir a las paradas de los colectivos, que quedaban generalmente en las afueras de los pueblos (que de por si son muy chiquitos), y hacer dedo mientras esperábamos el colectivo. Todas las veces nos levantaron antes de que llegue el mismo y no tuvimos el menor inconveniente. La gente de la zona es sumamente hospitalaria y dispuesta a dar una mano.
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¡Qué tengan buenas rutas!
Una respuesta en “Explorando los valles de Capadocia (parte 1)”
[…] dice que Capadocia tiene ganado el título de ser una de las regiones más fotogénicas del mundo, y que bien merecido […]