El frio aire nocturno me golpeaba con fuerza en la cara haciéndome lagrimear, complicando aún más el tortuoso camino hacia arriba. Pedaleaba con fuerza, intentando recordar cuando había sido la última vez que anduve tanto en bicicleta. Tiene que haber sido en Basavilbaso, el pueblo de mis abuelos, de esos pueblos que invitan a los niños a la aventura de recorrer las líneas de ferrocarriles olvidados en busca de tesoros secretos. La alarma del reloj de Celeste sonó con estruendo en el silencio de las calles desiertas de la noche de Yogyakarta indicándonos que eran casi las 4 de la mañana, apremiándonos a apurar el paso. Habíamos hecho el mismo camino varias veces en la semana. Mucho había pasado en los últimos días, días de historias, días de bicicletas, días de templos y días de hospitalidad viajera.
Yogyakarta es el principal destino turístico dentro de la isla de Java, especialmente por su proximidad a los legendarios templos de Prambanan y Borobudur. Los vestigios del sultanato que rigió en la zona en la época precolonial todavía se aprecian en las áreas antiguas de la ciudad.
Llegamos bajo la lluvia que nos venía persiguiendo hacia dos días desde que llegamos a la aldea de Sempolan, y nos fuimos directo a encontrarnos con Sutardi, quien sería nuestro anfitrión en la ciudad y a quien habíamos contactado a través de Couchsurfing.
Para cuando llegamos a la agencia de turismo donde trabajaba, la lluvia ya caía con fuerza, y se nos cayó el alma (y las mochilas) a los pies cuando nos dijo que su casa quedaba a unos 4 kilómetros de allí. Ya dispuestos a empezar la caminata antes de que se haga de noche, Sutardi se ofreció a llevarnos en su moto de a uno por vez hasta la parada de colectivos. Estábamos tan agradecidos que olvidando el pequeño accidente que habíamos tenido en Bali hacia solo unas semanas, accedimos. Luego de esperar por un buen rato, y cuando al fin nos bajamos en su barrio, nuestro anfitrión que nos seguía de cerca en su moto, nos llevó de nuevo uno por uno hasta su casa. Me acuerdo todavía de ese camino, cómo salimos en un momento de la avenida principal y nos empezamos a meter por barrios de casas humildes y cada vez más separadas entre sí, con pequeñas plantaciones de arroz aquí y allá. Indonesia simplemente no dejaba de sorprendernos con su belleza incluso en sus esferas más urbanas.
Yogyakarta es una ciudad que tiene mucho para ofrecer y no habiendo conseguido una extensión en nuestra visa, teníamos los días contados. El día siguiente lo pasamos en la calle Malioboro (ninguna relación con la marca de cigarrillos), que más que calle es un barrio, y es famoso por albergar los mercados de la ciudad. Desde los típicos puestos callejeros surasiáticos hasta grandes cadenas de shoppings con todo el lujo occidental. La lluvia del monzon persistía y nos empujaba bajo los toldos de las estrechas calles por las que se extendían los mercados callejeros.
Luego de una escapada al aeropuerto para cambiar nuestro pasaje de salida de Indonesia (contábamos con que nos darían la extensión de la visa), fuimos a uno de los shoppings más grandes de la ciudad para conseguir los ingredientes de la argentinian pasta que le habíamos prometido a Sutardi. Ya con todo volvimos al centro y, cansados de caminar y usar el ineficiente sistema de colectivos indonesio, alquilamos unas bicicletas.
Si caminar siempre ha sido nuestra forma preferida de conocer un lugar, la bicicleta tiene un segundo puesto asegurado desde esos días de lluvia en Yogyakarta.
Volvimos hasta lo de Sutardi andando, interactuando de forma completamente distinta con la ciudad. De repente, éramos parte integral de su paisaje urbano diferenciándonos únicamente, si se quiere, por mi color de piel.
En casa nos encontramos a Mark, otro viajero que se quedaba con Sutardi. Oriundo de los Estados Unidos, vivía y trabajaba enseñando inglés en Corea del Sur desde hacía 3 años y estaba allí de vacaciones.
Una ida a la despensa a comprar sal y pimienta y una hora más tarde, estábamos todos sentados en el suelo comiendo fideos tirabuzón con salsa de “lo que había en el súper” (nuestra especialidad). Si bien estaba rica, no se comparaba con el curry de pollo que Sutardi nos preparó al otro día siguiendo la receta de su madre.
Esa noche pudimos conocernos todos un poco más. Nuestro anfitrión nos contó sobre la complicada relación a distancia que llevaba con su novio australiano, y un poco más tarde, cuando me anime a preguntarle, nos contó sobre la difícil situación que les toca vivir a los homosexuales en un país con mayoría musulmán, sobre todo siendo él mismo practicante de la religión.
Al día siguiente arrancamos temprano. Sutardi se tomó la mañana para mostrarnos algunos de los puntos turísticos de la ciudad, y allá fuimos en nuestras bicicletas a meta pedalear para llevarle el ritmo a su moto y que no nos tengan que esperar tanto. Fuimos al Bird Market (mercado de aves) que personalmente me resulto espantoso por la increíble cantidad de animales (no sólo aves, sino perros, monos, gatos y demás) enjaulados esperando a ser comprados. Según nuestro anfitrión, que hacía las veces de guía, la cria de aves es una faceta muy típica de la cultura javanes. De ahí pedaleamos un buen rato bajo el fuerte sol de la mañana a Taman Sari, también conocido como Water castle (castillo de agua).
Construido en el Siglo XVIII por el sultanato de Yogyakarta, estos jardines reales funcionaban como centro de meditación, zona de relajación y hasta lugar de escondite en caso de peligro.
El sol nos castigaba con fuerza mientras caminábamos por los recovecos del conservado complejo, y aún más, pero con el agradecido alivio del viento en la cara, cuando salimos y pedaleamos de vuelta al centro para almorzar.
La bicicleta nos permitía recorrer distancias que caminando no hubiésemos podido, meternos por calles y callejones que los recorridos siempre tan directos de los colectivos no nos hubiesen mostrado, frenar a tomar jugo en un puesto callejero y seguir andando en contacto directo con la extraordinaria cultura javanesa. Indonesia, como gran parte del sudeste asiático, vive su vida cotidiana en las calles. Es una de las cosas del subcontinente que más me hace sentir en casa.
Nos quedaba un día entero en la ciudad, y dos de los más grandes templos de Indonesia por conocer, por lo que tuvimos que elegir, porque si bien hay tours que te llevan a Prambanan (hindu) y Borobudur (budista) en el mismo día, nosotros siempre preferimos ver menos, pero verlo bien y no a las apuradas.
La alarma sonó a las tres menos cuarto de la mañana. Nos habíamos dormido y a las 4 teníamos que estar en la oficina de Sutardi para ir a ver el amanecer a Borobudur. Nos vestimos lo más rápido que pudimos y arrancamos a pedalear. El frio aire de la noche nos golpeó con fuerza y nos terminó de despertar y la leve inclinación hacia arriba de la avenida que conectaba el barrio con el centro se hacía sentir más que nunca pero eventualmente, y con sólo unos minutos de retraso, llegamos.
Una hora y media en camioneta y una larga caminata por el monte más tarde, estábamos listos para ver el amanecer. Con las primeras luces del alba empecé a sacar fotos a destajo, por más que la falta de luz (y de un trípode) me imposibilitaba conseguir una buena toma aún. El sol fue pintando de a poco la bruma matutina que flotaba sobre Yogyakarta de un rosado claro inolvidable, y algunas figuras se fueron recortando en la oscuridad contrastando con la luz que aparecía por el este. Los bosques fueron cambiando del negro al verde claro en una sucesión de tonalidades lenta pero hermosa. Cuando al fin, pasadas unas horas, el imponente templo de Borobudur se hizo visible, revelo una hermosura compuesta en una escena difícil de olvidar.
El templo de Borobudur es uno de los complejos budistas más importantes del mundo, construido en los Siglos XVIII y XIX por la dinastía Syailendra, se encuentra a 42 kilómetros de la ciudad de Yogyakarta. Su increíble arquitectura en impecable estado de conservación ya es motivo suficiente para perderse en este hermoso lugar. El templo en sí está construido en forma piramidal sobre una colina con 9 pisos, siendo los seis primeros cuadrados y los siguientes redondos. En cada piso se puede caminar por la circunferencia entre altas paredes repletas de ornamentadas representaciones y simbologías del budismo javanes. En su conjunto, el templo tiene forma de estupa y mirado desde arriba se distingue la forma de una mandala budista. En sus pisos superiores, a los que se sube por una estrecha escalera construida en la pirámide misma, se encuentra una gran cantidad de estupas de distintos tamaños, las más grandes con estatuas de tamaño real de budas meditando en diferentes posiciones dentro. Esto, sumado a la hermosa vista panorámica del resto del templo y del complejo, da como resultado una combinación mística y memorable.
Era un día importante. Al día siguiente cumplíamos un año ininterrumpido afuera del país. Un año difícil y lleno de desafíos, pero también de aventuras, y con sólo pensar que nuestros caminos por Asia acababan de comenzar, me temblaba el alma de emoción.
Nuestros días en Yogyakarta terminaron casi de sopetón, nos hubiésemos quedado un mes si hubiésemos podido. Sutardi, que ha recibido en su casa a más de 300 viajeros en los años que lleva en Couchsurfing, nos recibió como a dos hermanos perdidos. Las pruebas de que la hospitalidad desinteresada realmente existe en el mundo eran ya irrefutables después de las experiencias que habíamos tenido ya en Bali, en Sempolan y ahora en Yogyakarta.
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Pero la hora de seguir llego y no había mirada hacia atrás que cuente. Los viajes siempre siguen. Nos calzamos las mochilas y caminamos (habíamos devuelto las bicis la tarde anterior) hasta la parada y un recorrido en colectivo más tarde estábamos en la estación de trenes, empezando ya a soñar con Malasia, y todas las rutas que allí nos esperaban.
Y ustedes
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